martes, 29 de enero de 2013

Una monja en el infierno


Partamos de que el Infierno no existe. Tampoco el Cielo. Pero, ¿si existiesen?, qué papel tan distinto el de Dios y el Diablo cuando se encuentren cara a cara —si es que esto ocurriese— con sor María Gómez Valbuena, la monja de 88 años, recientemente fallecida y, por lo que parece, punta de un iceberg de maldad que dejó, durante décadas, un reguero de dolor en media España. Es verdad que el hábito no hace al monje, a la monja en este caso; pero también es muy cierto que una loba vestida con piel de cordera juega con ventaja a la hora de convencer a las ovejas, para luego atacarlas. ¿Cómo se puede ser tan maligna, tan mala persona, como para robarle a unas madres sus hijos?

Si esta monja ahora muerta  —para la que, quiero dejar claro, no existe todavía ninguna condena y, por lo tanto es inocente, o presuntamente inocente, con la ley humana en la mano— se ha presentado, quizá por error, primero ante el Diablo —un suponer— en estos días de azote continuo de la corrupción, es probable que el hombretón de los cuernos y el rabo la haya mandado ipso facto a su hoguera, mientras se retuerce de risa por su éxito. Pues, según el canon diabólico, personas como la monja son ‘material’ de primera. Y, en el Infierno, ya se sabe que las categorías y el pedigrí se establecen por la maldad que se muestra, por la perversión redomada y por esas malas artes que uno ha empleado a lo largo de la vida para medrar; y, si todo eso se ha logrado haciendo daño, pues mejor todavía.

Así que Lucifer a esta monja la habrá distinguido con el máximo rango; esa categoría especial a la que sólo los monstruos acceden. Una lista de nombres ‘ilustres’ que se abrasan —sin refrigeración, ni el menor privilegio—, mediante los más refinados métodos de tortura con los que cuenta el Infierno. Sistemas exclusivos destinados a “premiar” a esa pléyade de degenerados que a lo largo del tiempo han ido jalonando la historia de la humanidad. Como, por ejemplo, los promotores y autores del holocausto nazi y otros genocidios, los que se dedicaron a la cacería de los indios en la conquista de América, los que impulsaron, legislaron y practicaron de la trata y masacre de esclavos, los asesinos en serie…

Pero estamos en el siglo XXI y la Verdad hoy se presenta tan diluida y borrosa entre lo que está bien y lo que está mal que, aunque muchos de los acontecimientos a los que estamos asistiendo nos parecen reales (verdaderos), en la práctica —para los que manejan los hilos del poder, sobre todo— no son más que invenciones del vulgo, de los medios de comunicación o, sencillamente, un cuento destinado al consumo. La prueba más cierta de esto que digo es que, en el caso del robo de niños que nos ocupa, la desaparición de la monja puede que deje con dos palmos de narices —casi seguro que va a ser así— a las atribuladas familias que aún tenían la esperanza de averiguar a dónde habían ido a parar sus recién nacidos.

La repentina desaparición de sor María tal vez haya sido tal, sino que se ha ido al Cielo. Si ha sido así, entiendo que Dios, al verla, se habrá mosqueado… O acaso no, y se ha complacido recibiéndola. Quizá la ha agasajado por el “mucho bien” hecho entre esas familias de “elegidos” (que pagaban muy bien) a costa de causarle dolor a infinidad de personas. De modo que cabe pensar, también, que Dios ha hecho la vista gorda sobre lo que se cuenta de sor María en la Tierra, como lo ha hecho ya tantas veces con otros asuntos de mayor calado, incluso, como han sido las “guerras legales”, las dictaduras o las masacres de pueblos enteros, pongamos por caso. Puede que haya propuesto, incluso, algún premio para ella. Sí, es muy probable que “para no complicarse la vida” Dios se haya lavado las manos, y haya propuesto iniciar de inmediato un dossier para que se canonice a esta sor. ¿No se ha hecho lo mismo con otros  individuos “martillo de herejes”, a lo largo de la Historia? Al fin y al cabo esta mujer sólo pretendió ayudar a los que no tenían hijos y deseaban tenerlos… Y, de paso, seguro que creía que salvaba las almas descarriadas de esa legión de madres solteras, viudas, divorciadas, primerizas ingenuas o de aquellas que, simplemente, le caían mal.

El Poder lo puede todo. ¿Por qué no convertir en santa esta mujer?  Además, el “Dios de la venganza y el perdón, el Señor de los Ejércitos y el Dios de la Paz, siempre sopla frío y caliente”, decía Paul Thry D´Holbach, a mediados del siglo XVIII, cuando en plena efervescencia atea, este varón contribuía con sus escritos a cimentar la que sería el paradigma de las revoluciones: la Revolución Francesa. Es, decir, Dios se apunta a todo. Por eso no cabe sorprenderse con la postura que pueda adoptar; seguro que encuentra resquicios para disculpar las “obras” de sor María; obras que, al menos a ojos de la razón y la justicia natural que imparten los hombres, sí parecen perversas y deleznables.

¿Pero qué hay de las víctimas? A éstas que las parta un rayo sin más. No hay más que leer los testimonios de desesperanza y dolor de estas familias que sospechan haber sido víctimas del robo de un hijo o una hija al nacer, para darse cuenta enseguida de que a nadie hasta ahora su dolor le importó demasiado. Toda la vida sufriendo, esperando la aparición de una señal, de un testimonio, que les explicase la ingrata sospecha y, ahora que encuentran esa señal, va y se les muere la monja. Es que no hay derecho.

Pero que no desesperen… Porque la trama era una gran telaraña. Y en ella anidaban algunas arañas de grandes tentáculos; representantes de la ley y la justicia, abogados, médicos, enfermeras y una sociedad de élite, poderosa y sin escrúpulos (y sin descendencia), dispuesta a conseguir un hijo o una hija a costa de lo que fuese.

Con esto no quiere decir que en este saco deban meterse a todos aquellos que entonces adoptaron, no; seguro que hubo familias que obraron de buena fe y con dignidad; familias que confiaron en la representante de la Iglesia Católica Apostólica Romana, creyendo que era el medio más acertado y justo para conseguir una adopción. Pero seguro también que hubo otras personas y matrimonios que, a sabiendas, se lucraron en este incalificable negocio. Pero, claro, el creer y la religión es lo que tiene: nos convence fácilmente en la dirección que más nos interesa. Ya lo decían los ilustrados.

“He estado rezando para que no se muriera. Yo, mi madre y mi hija. Rezábamos para que sor María no muriera porque queríamos verla en un juicio”, declara a El País una víctima de la monja. “Yo tenía la esperanza de que al mirarme a la cara en un tribunal se derrumbara y confesara todo”, insiste ésta madre que por un lado solicita que se haga justicia, pero, por otro, reza, cree y condena por su cuenta; todo al mismo tiempo. ¡Menudo lío! Y es que el mezclar ley, razón y justicia con fe… mal asunto. Suele ser un cóctel que no da buenos resultados. Y más cuando los hechos que ahora se juzgan de los niños robados presentan mil y un resquicio emocional por los que uno siempre puede escapar de la argumentación de la razón. Pues todos sabemos que amparándose en la fe no han sido pocos los que se han librado de la acción de la justicia.

Justicia es lo que estas familias que han sufrido tanto reclaman y también lo que este negro episodio de la historia más reciente de España necesita. Justicia. No lamentar que sor María Gómez Valbuena haya muerto; tampoco cabe flagelarse con eso de… “¡ay, si hubiera estado viva…!” Justicia. Y olvidarse de si está mujer está muerta, viva, en el Cielo o en el Infierno; dos lugares en los que, como dije al principio, yo no creo.

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